10 Sep
10Sep

La pedagogía es una palabra a la que los educadores modernos están especialmente apegados. Si hoy vas a la universidad para formarte como profesor, casi todo lo que aprenderás tiene que ver con pedagogía, que es la ciencia de cómo enseñar—y aprenderás muy poco sobre lo que realmente enseñarás. No siempre fue así, y, en algunos lugares, todavía no lo es.

La pedagogía debería usarse como la cebolla para sazonar una ensalada. La ensalada del educador moderno a menudo está hecha casi por completo de cebolla.

Muchos educadores modernos se escandalizarían si escucharan esto, pero la pedagogía no es lo más importante en la educación. No es que aprender cómo enseñar sea poco importante; es que, como educadores—ya sea que seamos profesores de profesión o estemos educando a nuestros hijos en casa—, necesitamos recordarnos que el “cómo” de la educación es algo secundario y no primario.

La idea de que un enfoque miope en los métodos de enseñanza—desconectados de lo que se enseña—pueda constituir de algún modo una preparación adecuada para un profesor es como decir que conocer solo los pasos de una receta sin considerar los ingredientes bastaría para cocinar un plato. Sí, es importante cómo juntas todo, pero lo que pones es lo primario.

La pedagogía no tiene existencia separada de aquello que pretende enseñar, y, de hecho, depende mucho de lo que se enseña. Lo más importante en la enseñanza no es el cómo, sino el qué. La pedagogía no determina el contenido: el contenido determina la pedagogía. Los educadores modernos tienden a dar más énfasis a la pedagogía, subordinando el contenido a la técnica. La educación clásica apunta a lo contrario.

Mientras los educadores modernos están fascinados por métodos y técnicas, los antiguos y medievales—de hecho, prácticamente todos los educadores hasta las dos primeras décadas del siglo XX—se preocupaban principalmente por el contenido que se enseñaba, no por la técnica de su enseñanza. Reconocían que existe un orden lógico en la forma de presentar las materias—de acuerdo con el orden inherente de la disciplina—y una lógica en cómo proceder sistemáticamente dentro de cada asignatura, pero sabían que este orden estaba conectado con el contenido; nadie pensaba demasiado en la psicología del estudiante. Si enseñamos conocimiento básico, lo hacemos mediante la lección magistral. Si enseñamos destrezas, lo hacemos con entrenamiento. Y cuando enseñamos ideas y valores, lo hacemos a través de la literatura ejemplar y de la historia narrativa.

Fue solo a fines del siglo XIX y comienzos del XX, tras el auge del estudio académico de la psicología, cuando los educadores adquirieron una fijación con el desarrollo infantil. En Estados Unidos, figuras intelectuales como John Dewey, William James y Benjamin Bloom—y, en Europa, Johann Heinrich Pestalozzi y Jean Piaget—se dedicaron a analizar cómo aprenden los niños. Mucho de lo que descubrieron fue útil, pero es menos útil cuando se convierte en la única preocupación. Los programas de formación docente actuales ponen poco énfasis en lo que los profesores deben enseñar y, en cambio, se han dedicado a transmitir teorías psicológicas de segunda mano que hacen poco por ayudar a los docentes a entender su verdadera misión: transmitir conocimiento y formar las almas de los estudiantes en virtud y sabiduría.

No solo las técnicas han oscurecido el contenido, sino que este énfasis en el “cómo” ha provocado algo más: nos ha animado a olvidar lo que nuestros hijos deberían saber. Esto es menos evidente en matemáticas y ciencias naturales, debido a la objetividad y estructura inherentes en estas materias, pero en otras disciplinas—especialmente en las artes del lenguaje y las humanidades, las asignaturas que más influyen en nuestro desarrollo como seres humanos creados a imagen de Dios y en nuestro rol como ciudadanos—la obsesión con el método ha resultado casi fatal. Hubo una época en que existía un cuerpo bien entendido de obras literarias e históricas que todo estudiante debía conocer—relatos de historia e imaginación que nos daban buenos ejemplos a seguir y malos ejemplos a evitar. Pero el énfasis en las llamadas “habilidades de pensamiento”, la “resolución de problemas” y la preparación para pruebas ha reducido la atención a textos concretos, resultando en una crisis en la enseñanza de las humanidades. Antes se daba por hecho que los estudiantes leían libros en la escuela. Esos días se han ido.

Para los educadores clásicos del pasado, el método de educar a los niños era bastante sencillo. Implicaba dos cosas: tomar las destrezas que querían que los estudiantes dominaran y entrenar sus mentes para usarlas, y tomar el conocimiento que querían que aprendieran—lo mejor que se ha pensado y dicho—y meterlo en sus cabezas. Eso es lo que se entiende por “artes y ciencias”. Las “artes” eran destrezas a dominar, y las “ciencias” eran cuerpos de conocimiento a aprender. Todo lo demás en educación deriva de esto.

En los primeros grados, esto significaba aprender a leer y escribir y memorizar procedimientos aritméticos básicos y paradigmas gramaticales (que se logran mejor estudiando latín). También significaba memorizar hechos, fechas y pasajes de poesía y literatura. Memorización. Repetición y práctica. Estos eran los principios simples y directos sobre los que se basaba la educación antes de que las autoridades educativas quisieran convertirnos a todos en psicólogos aficionados. Así es como los grandes escritores clásicos sobre educación—como el maestro romano Quintiliano—decían que los niños aprenden. No necesitaban teorías modernas del desarrollo para saber que esto funciona, solo una larga experiencia y éxito enseñando de esa forma.

Estas destrezas intelectuales básicas eran la base para el estudio de la gramática en la primaria, para la aritmética y la historia, y luego, en la secundaria, para el estudio de las matemáticas y las ciencias, así como un estudio cada vez más sofisticado de la historia y la gran literatura de nuestra herencia cultural—conocimiento que los estudiantes debían conocer y comprender—que después imitarían en su propia escritura y pensamiento. Ninguna de estas cosas—memorización, práctica, imitación—requiere un conocimiento sofisticado de psicología del desarrollo. Todo lo que requieren es un poco de sentido común.

La educación clásica, también, tiene una psicología, pero a diferencia de la comprensión moderna de la palabra, la educación clásica realmente cree en la psychē, que es la palabra griega para “alma”. La definición original de psicología era “el estudio del alma”. La educación clásica entiende que, para formar las almas de nuestros estudiantes—que es lo que significa enseñar—debemos primero conocer la forma del alma humana. El gran filósofo griego Aristóteles describe la estructura del alma en su libro Retórica. El alma, según él, consiste en voluntad, intelecto e imaginación, y estos deben ser interpelados mediante los tres modos de aprendizaje: ethos, logos y pathos—las tres avenidas hacia el alma.

Ethos tiene que ver con el carácter del hablante. ¿Piensa la audiencia que el orador es honesto? ¿Es conocedor? ¿Es confiable? ¿Podemos creer en lo que dice? A veces nos convencemos de algo simplemente porque la persona que nos lo dice es confiable. Creemos que no es alguien que nos engañaría.

Logos tiene que ver con el contenido de la exposición misma. ¿Parece estar basada en la realidad? ¿Está la presentación del contenido estructurada de tal modo que hace que el argumento parezca plausible? ¿Son los hechos evidentes y la lógica válida? A veces quedamos tan sobrecogidos por el poder del material que nos resulta difícil no creerlo. Los hechos son convincentes; los argumentos son poderosos.

Pathos tiene que ver con las emociones de la audiencia. ¿Es capaz el orador de hacer que la audiencia quiera creerle? ¿Es capaz de inspirarnos con su elocuencia, de atraernos con sus ejemplos? ¿Nos alegra la visión que nos pinta de lo que podría ser si hiciéramos lo que propone? ¿Nos enfurece ante una injusticia que argumenta debe corregirse? ¿Nos hace sentir empatía por aquellos a quienes nos pide ayudar?

El carácter de un profesor determinará si un estudiante lo respeta. La exposición ordenada y comprensible de un tema ayudará a un estudiante a aprender más fácilmente. Y la capacidad de un profesor de involucrar las emociones de un estudiante en lo que intenta enseñar inspirará al estudiante a captar activamente lo que está diciendo.

Esta era la idea a la que se refería San Agustín cuando definió la educación como “enseñar, deleitar y conmover”. “Enseñar” tiene que ver con el logos, “deleitar” con el pathos, y “conmover” con el ethos—tres modos de enseñanza para los tres modos del alma, y todos ellos derivados de lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello, que son los tres modos de la realidad metafísica (y, en última instancia, de Dios).

En una filosofía educativa como la de la educación clásica, en la que nos preocupamos por la bondad del carácter del maestro, la verdad del material presentado y la belleza de la respuesta inspirada del estudiante, podemos ver cómo estos modos resultan relevantes.

Hay que observar lo siguiente: de estos tres modos de persuasión (que también son modos de enseñanza y aprendizaje), solo el tercero es remotamente psicológico en el sentido moderno, pero los tres modos son psicológicos en el sentido clásico porque, de hecho, son los tres modos del alma. 


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Título original en inglés: "Principles of Pedagogy" by Martin Cothran.
Disponible en memoriapress.com

Traducción por: Mara Márquez Ravilet.

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